Por:
Marcelo Pisarro (Estudios Culturales)
El baile final de Footloose vale toda la película. El pibe
de Chicago (Kevin Bacon) grita "¡Bailemos!" y comienza la canción que
da título al filme. El baile en sí es un pastiche: algunas parejas se toman de
la mano, otras danzan sueltas, los demás saltan despatarrados; Lori Singer ¿la
chica de la que uno no puede no enamorarse a los 17¿ grita de alegría cuando
alguno se le anima a la pista; se forma un medio círculo y en el centro hay
coreografías varias. Pero lo mejor son sus caras de sorpresa, que el paso del
tiempo vuelve tan nítidas y toscas: descubrir que son capaces de bailar
significa descubrir una nueva manera de andar. Tal vez, una nueva manera de
vivir.
La otra versión de esta historia sucedió en 1962, cuando el
antropólogo Terence Turner y su esposa llegaron a una aldea kayapó de Gorotire,
Brasil. Tradicionalmente los kayapó armaban las aldeas en círculo, relacionando
arquitectura con cosmología, pero el Servicio de Protección al Indio los había
obligado a levantarlas a la manera occidental: una calle recta entre dos
hileras de casas. El día en que Turner arribó, los kayapó hacían una ceremonia
pública, cientos de personas cantando y bailando en la calle. "Nos dimos
cuenta -escribió Turner- de que pese al plan de calle rectangular civilizada,
los kayapó se las habían arreglado para dibujar un paso de danza
circular". A través del baile los kayapó no sólo habían sido capaces de
conservar una tradición, de esconderla del poder colonial, sino de crear una
nueva. El baile les había permitido recordar lo que de otro modo estaría
destinado a perderse.
Footloose y el relato de Turner le dan forma a una misma
idea: que el baile es algo más que mover los pies. El cantante country Butch
Hancock, de The Flatlanders, dijo sobre la presentación de Elvis Presley en El
show de Ed Sullivan en 1956: "Ese era el baile que todo el mundo había
olvidado. Ese baile tan intenso que se tardaría una civilización entera en
olvidar. Y diez minutos en recordar". Estaba hablando -podría pensar uno-
de la primera vez en que se bailoteó un Vals en la corte de Berlín, en 1774, y
la reina le prohibió a sus hijas que miraran semejante escándalo; o de las
danzas sin sentido del Cabaret Voltaire, en 1916, cuando los dadaístas se
emborrachaban y bailaban sobre las mesas en nombre del arte mientras los
soldados morían en las trincheras en nombre de países que ya ni existen.
Hancock estaba hablando de ese momento en que un baile es capaz de atraer sobre
sí todo el peso de las estructuras sociales y luego hundirlas, cambiarlas,
ignorarlas: crear nuevas formas de libertad y de opresión.
MARCELO PISARRO.
ESTUDIOS CULTURALES
Horacio Fehling
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