jueves, 17 de noviembre de 2011

Razones para seguir Bailando – 2da parte


Por:
Marcelo Pisarro (Estudios Culturales)


El baile final de Footloose vale toda la película. El pibe de Chicago (Kevin Bacon) grita "¡Bailemos!" y comienza la canción que da título al filme. El baile en sí es un pastiche: algunas parejas se toman de la mano, otras danzan sueltas, los demás saltan despatarrados; Lori Singer ¿la chica de la que uno no puede no enamorarse a los 17¿ grita de alegría cuando alguno se le anima a la pista; se forma un medio círculo y en el centro hay coreografías varias. Pero lo mejor son sus caras de sorpresa, que el paso del tiempo vuelve tan nítidas y toscas: descubrir que son capaces de bailar significa descubrir una nueva manera de andar. Tal vez, una nueva manera de vivir.
La otra versión de esta historia sucedió en 1962, cuando el antropólogo Terence Turner y su esposa llegaron a una aldea kayapó de Gorotire, Brasil. Tradicionalmente los kayapó armaban las aldeas en círculo, relacionando arquitectura con cosmología, pero el Servicio de Protección al Indio los había obligado a levantarlas a la manera occidental: una calle recta entre dos hileras de casas. El día en que Turner arribó, los kayapó hacían una ceremonia pública, cientos de personas cantando y bailando en la calle. "Nos dimos cuenta -escribió Turner- de que pese al plan de calle rectangular civilizada, los kayapó se las habían arreglado para dibujar un paso de danza circular". A través del baile los kayapó no sólo habían sido capaces de conservar una tradición, de esconderla del poder colonial, sino de crear una nueva. El baile les había permitido recordar lo que de otro modo estaría destinado a perderse.
Footloose y el relato de Turner le dan forma a una misma idea: que el baile es algo más que mover los pies. El cantante country Butch Hancock, de The Flatlanders, dijo sobre la presentación de Elvis Presley en El show de Ed Sullivan en 1956: "Ese era el baile que todo el mundo había olvidado. Ese baile tan intenso que se tardaría una civilización entera en olvidar. Y diez minutos en recordar". Estaba hablando -podría pensar uno- de la primera vez en que se bailoteó un Vals en la corte de Berlín, en 1774, y la reina le prohibió a sus hijas que miraran semejante escándalo; o de las danzas sin sentido del Cabaret Voltaire, en 1916, cuando los dadaístas se emborrachaban y bailaban sobre las mesas en nombre del arte mientras los soldados morían en las trincheras en nombre de países que ya ni existen. Hancock estaba hablando de ese momento en que un baile es capaz de atraer sobre sí todo el peso de las estructuras sociales y luego hundirlas, cambiarlas, ignorarlas: crear nuevas formas de libertad y de opresión.



MARCELO PISARRO.
ESTUDIOS CULTURALES




Horacio Fehling


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