Las
vestiduras tienen claros rasgos españoles, muy parecidas a las del actual Flamenco:
Largas polleras, encajes, lentejuelas, candongas, etc. Y los mismos tocados de
flores y el maquillaje intenso en las mujeres. Las vestimentas de los hombres,
por otro lado, son muy parecidas a las usadas en los encierros en el marco de
las fiestas de San Fermín en Pamplona: camisa y pantalón blancos, un pañolón
rojo anudado al cuello y sombrero.
Cuando hacia 1942, la radio bogotana comenzó
a transmitir las estrofas de "...se va el caimán, se va el caimán",
las voces de protesta e indignación no se hicieron esperar. Dispuestos a no
permitir mayores abusos de la radiodifusión, los estamentos de la sociedad capitalina
se pronunciaron, a la cabeza el diario El Siglo, que en un editorial de ese
mismo mes protestó por el alud de composiciones “inmorales” que estaban
propagándose por la radio, entre ellas, por supuesto, la tonada del Caimán.
En
1940, El Heraldo de Barranquilla había publicado una corresponsalía de Plato,
Magdalena, con la noticia de que un hombre de aquella población se había
convertido en caimán y rondaba, llorando, con voz humana, por los caños
vecinos. La madre del metamorfoseado llegaba hasta la orilla de los caños y le
proporcionaba alimento. Así nació la historia del hombre caimán, inmortalizada
en una canción por el compositor José María Peñaranda.
En
los años cuarenta, en el interior del país, todavía se creía que la
civilización occidental y las buenas costumbres comenzaban y terminaban en
Bogotá, y el folclore costeño parecía "bárbaro y exótico".
Una
investigación realizada en 1949 por las empresas de discos, demostró que la
alta sociedad prefería el Bolero y la Guaracha (de Cuba), el Blues y el Fox (de Estados
Unidos), y el baile del Botecito (también de Cuba). La clase media prefería el Bolero
y la Rumba
criolla, un invento bogotano con reminiscencia de pasillo y generalmente tocado
con instrumentos de cuerda. La clase humilde prefería el Pasillo y el Tango
arrabalero, en donde abundan las puñaladas, los hijos sin padre, los presidios,
las madrecitas que sufren y los adulterios.
En
la Costa no se
le hacía mucho caso al Pasillo y al Bambuco. En las fiestas, cuando la orquesta
tocaba un Pasillo, se advertía que las parejas abandonaban la sala de baile; en
cambio, el Pasillo sí era la música preferida para las serenatas.
Los
bailes populares en la costa Atlántica son antiquísimos, pero solo en 1940
llegaron a los salones de la buena sociedad. Antes de esa fecha, se limitaban
al pueblo raso.
En
el interior, la presentación en sociedad de la música costeña ocurrió el
primero de enero de 1949, cuando la revista Semana entregó a sus lectores un
informe especial sobre un tal Lucho Bermúdez. El artículo explicaba a los
cachacos en qué consistía la música costeña y qué era eso del porro, que por
aquella época era visto ciertamente pecaminoso o, al menos, no propio para que
las señoritas lo bailaran. Algunos decían que era “vulgar y bullicioso”, pero
casi nadie le negaba su alegría.
El
artículo comenzaba con una pequeña semblanza de Bermúdez y luego se explayaba
en un recorrido erudito de los ritmos e instrumentos costeños: qué era una
guacharaca, unas maracas, etc. El escritor del artículo, el escritor Alfonso
Fuenmayor, elucubraba en el por qué de la afición a unos ritmos que
“alborotaban hasta un mismo muerto”.
Desde
1945, el salón de bailes del legendario Hotel Granada de Bogotá había comenzado
a atiborrarse con el éxito súbito un músico bolivarense que con su orquesta al
estilo de las “Jazz Band” norteamericanas, maravillaba con un ritmo que
seducía, pero que, matizado y estilizado para los requerimientos sociales y
morales de la época, estaba destinado a convertirse en el ritmo bailable por
excelencia. El músico, claro está, no era otro que Lucho Bermúdez y el ritmo,
indudablemente, era el porro pelayero. Gracias a Bermúdez y a los porros
pelayeros estilizados, la música costeña pudo quedarse y echar raíces en el
interior del país.
Horacio Fehling
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